¿El promedio cuenta o no cuenta?
Esa es la pregunta, y todo dependerá del cristal con que se mire. Cuenta para un posgrado, sí, pero no es definitorio; cuenta para una beca, también, y ahí sí lo es. Pero, ¿para impartir justicia? Me parece que no debería ser el elemento determinante. Ya lo he mencionado en ocasiones anteriores: impartir justicia no debe depender exclusivamente de una calificación universitaria, y menos cuando han pasado ya varios años desde que se obtuvo el título, que, desde mi punto de vista, no es el elemento fundamental para determinar si se es o no un buen abogado.
Si así fuera, entonces deberíamos replantearnos el hecho de que, para otorgar la licenciatura en Derecho, el promedio mínimo aprobatorio fuera de 8. Es decir, subir dos puntos respecto al actual, si es que alguien desea competir en igualdad de circunstancias o aspirar a una carrera a la altura de las necesidades actuales.
Desde mi perspectiva —una interpretación basada en cómo he vivido la carrera y el ejercicio profesional—, reducir todo a un número termina por ser discriminatorio para quienes, por diversas circunstancias, no pudieron obtener una mejor calificación. Muchos estudiaban y trabajaban al mismo tiempo; otros enfrentaron maestros con criterios muy particulares, y otros más tuvieron que lidiar con egolatrías académicas. Más allá de eso, habrá quienes tengan un promedio de 7, pero conozcan perfectamente cómo funciona la carrera judicial, los juzgados y qué criterios deben aplicarse. Es muy cierto el dicho: “hay títulos sin abogado y abogados sin título”. ¿Cuál de los dos debe elegirse ante este planteamiento?
Ya llegaron los jueces de 10, pero sin trayectoria en el litigio, e incluso aquellos que nunca han ejercido la profesión, que jamás se han parado en un juzgado o que nunca han presentado una promoción. Requisitos básicos, no necesariamente de un jurista, pero sí al menos de un leguleyo.
¿Por qué la controversia de las calificaciones?
Muy sencillo: los comités de evaluación permitieron el ingreso de perfiles que no cumplían con los requisitos constitucionales que ellos mismos establecieron. Se aceptaron aspirantes sin experiencia judicial, sin paso por tribunales ni juzgados. Por ello, todos estamos atentos a los criterios que emita el Instituto Nacional Electoral respecto a si permitirá o no que aquellos aspirantes que incumplieron el requisito constitucional del promedio mínimo de ocho puedan acceder a los cargos que ganaron en las urnas, legítima o ilegítimamente.
Esto abre la puerta, nuevamente, a una reforma judicial —o quizá a una reforma académica— en relación con el ejercicio del Derecho. En un principio, el Consejo General del INE determinó aplicar el criterio de “maestro barco”: el 7.9 sube a 8. Y entonces se armó la “cámara húngara” en el pleno del Instituto Electoral, con toda razón. ¿Quién le dio permiso al INE para aceptar, rechazar o validar expedientes que, con pleno conocimiento, incumplen el requisito de elegibilidad?
Volvemos al absurdo: se registraron en los comités temporales perfiles que, aunque validados por los poderes Ejecutivo o Legislativo, no cumplían con los requisitos que marca la ley electoral. Así, se terminó por violentar la norma, dejando fuera a personas con mayor trayectoria pero menor promedio, y aceptando a otras con menor trayectoria pero con un ocho en papel, con la clara intención de que pasaran el filtro y, al obtener los votos, se confirmara el criterio que les otorgaría el triunfo.
Hasta el momento del corte de esta columna, el Instituto Nacional Electoral sigue debatiendo cuál será el criterio para rechazar aquellas candidaturas que incumplieron con los requisitos legales. Sin embargo, enfrenta otra limitante: los expedientes nunca fueron entregados directamente a la autoridad electoral. Es decir, los comités los integraron, luego fueron turnados por los titulares de los poderes o sus representantes, quienes aseguraron que se habían cumplido los requisitos de validez. Pero estos no fueron satisfechos del todo, y aun así se entregaron y validaron, con la clara intención de incluir en la contienda a personas que, a todas luces, no cumplían.
La moneda está en el aire, porque en los próximos días se deberán entregar las constancias de mayoría a quienes, en teoría, cumplieron con los requisitos. Sin embargo, la falta de expedientes, la ausencia de criterios claros y, sobre todo, las resoluciones que emitan tanto los tribunales locales como el INE y las salas regionales, determinarán el rumbo de lo que sigue.
Lo que desde hace tiempo advertimos que sucedería, está explotando: el deficiente trabajo legislativo ha quedado en manos de la autoridad administrativa electoral. Es decir, la falta de revisión de los expedientes pasa ahora a manos de la máxima autoridad electoral: el Tribunal Electoral, que deberá determinar cómo subsanar tanto las deficiencias legislativas como las procesales.
Algo que, sin duda, continúa manchando un proceso que no termina de convencer más que a la base dura del partido Morena, pero que pone en tela de juicio los mecanismos democráticos e incluso los principios sobre los que se sustenta la supuesta Cuarta Transformación.