No es novedad que la elección judicial apuntaba a ser uno de los ejercicios democráticos que menos expectación generaba. No por la complejidad del tema, ni por la falta de transparencia en la definición de las candidaturas, ni siquiera por el desconocimiento de los perfiles que integraron las boletas. Todo eso influyó, sí, pero lo más preocupante fue el impulso del oficialismo por colocar a sus incondicionales dentro del esquema político.
Pasó de todo. Y, sin duda, la responsabilidad directa del fracaso que fue esta elección judicial —a pesar de que se nos quiera vender la idea de que fue todo un éxito— recae en las autoridades electorales.
La narrativa que se ha querido imponer en estos días habla de un rotundo éxito, con cifras que cualquier democracia supuestamente envidiaría. Sin embargo, al mirar más de cerca, especialmente en el caso de la entidad potosina, se habla de una participación “excepcional” en términos porcentuales, pero se oculta una realidad incómoda: la altísima cantidad de votos nulos.
En cualquier democracia, ese tipo de voto es válido y perfectible, pero también obliga a reflexionar sobre las razones que llevan a los ciudadanos a anular su voto o votar en blanco. Hacerlo refleja síntomas importantes dentro del sistema: es una forma de manifestar enojo, de expresar inconformidad. También puede ser consecuencia de la coacción: personas obligadas a acudir a las urnas que terminan anulando su boleta como única salida.
El resultado fue una cantidad de votos nulos que incluso superó a la obtenida por los candidatos del oficialismo y de aquellos que legítimamente aspiraban a un cargo en la estructura judicial. Algunos ganaron, otros no, pero sus campañas reflejaron una sociedad que no sabe votar, o peor aún, que no sabe lo que necesita.
Sería simplista señalar las razones exactas por las que la gente votó de esta manera, porque hasta ahora son desconocidas. Sin embargo, se observa una tendencia clara: la creciente complejidad del proceso electoral, el profundo desconocimiento sobre las funciones de los jueces, y la falta de conexión entre los candidatos y la ciudadanía. Muchos de ellos eran auténticos desconocidos para el electorado hasta días antes de la elección.
En ese ejercicio “democrático” prevaleció el cinismo. En casi 30 años de elecciones con una institución supuestamente independiente, no se había visto una operación política tan descarada. Observadores electorales y funcionarios actuaron de forma coordinada. Personalmente, me tocó presenciar cómo adultos mayores eran increpados fuera de las casillas: se les pedía su credencial para cotejarla con listas manejadas por operadores políticos, quienes marcaban a quienes sí cumplían con acudir a votar.
En otro caso, una votante manifestó no saber leer ni escribir —una situación perfectamente posible tanto en entornos rurales como urbanos—, lo cual plantea una pregunta relevante: ¿por qué una persona en esas condiciones acudió a votar? Las posibilidades son muchas, pero la más preocupante es que haya sido condicionada por algún actor externo.
Finalmente, está el tema de los acordeones. Esos mismos que, en otros tiempos, el partido actualmente en el poder habría denunciado como ilegales, como parte de una farsa electoral. Hoy, sin embargo, en aras de cumplir con las peticiones presidenciales, fueron tolerados, popularizados, e incluso se dejó abierta la puerta para que en las próximas elecciones —las constitucionales, las de renovación de cargos legislativos y ejecutivos— se normalice su uso con total cinismo.