La historia de la política está marcada por familias que han controlado durante años, e incluso siglos, las decisiones más importantes en momentos determinantes. Desde los feudos, donde los cargos se heredaban de padres a hijos o se consolidaban a través de matrimonios arreglados que dieron estabilidad a la Europa medieval, hasta épocas más recientes con familias como los Kennedy y los Bush en EE. UU. En México, también hay ejemplos claros: Montiel-Del Mazo-Peña, Ruiz Massieu-Salinas, los Yunes, los Murat, los Sansores, los Alcalde, los Salgado y, finalmente, los Monreal, quienes han logrado consolidar alianzas y liderazgos políticos, sosteniéndose en el poder gracias a su apellido.
Sin embargo, no se trata solo de mencionar a estas familias y su papel en el ámbito político, sino de evidenciar el control que ejercen sobre las decisiones del país. El presidencialismo heredado por Andrés Manuel López Obrador enfrenta una férrea resistencia, incluso dentro de su propio partido. Sus correligionarios, lejos de mantenerse leales, han actuado como una oposición interna dentro del oficialismo, algo que no ocurría desde los tiempos del priismo.
Paradójicamente, mientras en el discurso se insiste en que “no son iguales” y que “no negocian en lo oscurito”, el reciente aplazamiento de la ley antinepotismo —logrado en negociaciones ocultas— demuestra lo contrario. Este retraso, calculado estratégicamente, busca obtener beneficios políticos en la elección de 2027.
El tema de la reelección y el nepotismo, aprobado recientemente por el Congreso de la Unión, ha generado polémica y cuestionamientos. Algunos señalan que la decisión no responde a una simple herencia de gubernaturas, sino a una compleja red de poder entre las familias políticas. No se trata solo de los Salgado, los Monreal o los Gallardo, sino de múltiples clanes que esperan su turno para colocar a sus miembros en espacios estratégicos, asegurando su permanencia mediante el intercambio de favores y alianzas.
Irónicamente, unas familias han salido y otras han llegado, pero el nepotismo, la corrupción y el tráfico de influencias no han desaparecido; simplemente se han maquillado, legitimado y vendido como una nueva narrativa. En este contexto, resulta revelador cómo Morena ha integrado a los Yunes en sus filas, producto de la presión ejercida para obtener su voto en la reforma judicial.
La promesa de Morena era clara, pero la realidad es otra. El famoso “Plan B” ha puesto en evidencia las dinámicas del poder y el papel de las familias políticas como un contrapeso a la presidencia de Claudia Sheinbaum. Mientras tanto, López Obrador, aunque aún es una figura influyente, ha sido estratégicamente ignorado por sus aliados, quienes buscan desligarse de cualquier posible operación política en los estados bajo la consigna de que “el pueblo decide”. Esta retórica, fácilmente manipulable, se ha convertido en una herramienta para los políticos más astutos, quienes han aprovechado la estructura familiar para movilizar operadores políticos, afiliar masivamente militantes y, en última instancia, justificar la permanencia de sus familias en el poder bajo el argumento de que es “la voluntad del pueblo”. Curioso, ¿no?
Esta reforma ha sacado a flote realidades incómodas, especialmente en torno al Partido Verde, que, como siempre, ha actuado en función de sus intereses particulares. Un partido que opera como un satélite, acomodándose según las circunstancias, en una estrategia que recuerda a la simulación política de los años ochenta.
A pesar de los intentos de Sheinbaum por condenar estas prácticas, su llamado a “no votar por ellos” tiene poco impacto frente a la maquinaria política de estos grupos. Al final, quienes controlan los programas sociales, los operadores y los recursos públicos son aquellos mismos aliados que han colocado a sus familiares y amigos en el poder. Así, la promesa de cambio quedó a medias. Como bien dice el refrán: “El prometer no empobrece, dar es lo que aniquila.”