Una de las pocas ventajas que ha traído la famosa cultura woke —dejando de lado sus calamidades, que ya todos conocemos— es el desarrollo de una conciencia política extraña, sí, pero efectiva entre las nuevas generaciones: una desconfianza instintiva hacia cualquier forma de discurso oficial, ya sea en medios tradicionales o redes sociales.
Aunque no siempre investigan a fondo las causas ni contrastan las fuentes, al menos han desarrollado una saludable resistencia inicial ante la información. No se tragan nada entero, lo cual, en estos tiempos, ya es bastante decir.
Durante décadas, el aparato propagandístico de Estados Unidos, articulado desde Hollywood, la televisión y sí, incluso los cómics, nos vendió el cuento de que eran los héroes incuestionables del mundo libre. Esta narrativa simplona de buenos contra malos fue la columna vertebral de su hegemonía cultural en tiempos de la Guerra Fría. Lo irónico es que quienes empezaron a romper ese hechizo fueron ellos mismos: los hippies de los 60, los periodistas críticos de los 70 y las expresiones contraculturales de los 80 y 90. Ese espíritu de sospecha se expandió, y con la llegada de internet y redes sociales, se volvió global.
Claro, este escepticismo ha tenido efectos colaterales. Por cada joven que duda con razón, hay otro que cae en teorías conspirativas delirantes o en la fabricación de fake news que se propagan como verdades absolutas. La paradoja es que ya nadie cree en nada… pero muchos creen en todo al mismo tiempo.

El resultado: una generación que no se identifica con las ideologías tradicionales, que desconfía de los partidos, que desprecia los discursos políticos y que ha hecho del cinismo una posición política. No son apáticos: participan, votan, discuten. Pero lo hacen a su manera, sin casarse con causas impuestas por el aparato mediático.
Esa actitud, contradictoria y compleja, ha permitido que se derrumben mitos. Uno de ellos: el del Estados Unidos benefactor. Hoy, la maquinaria detrás del mito —la CIA, las campañas de “libertad” exportadas, el brillo del american dream— se ve como lo que es: un artificio bien producido, pero hueco.
Y luego, claro, llegó Donald Trump. Con él, la farsa se volvió caricatura. El millonario estridente que se sienta en el despacho más poderoso del mundo no representa una anomalía, sino la cristalización de esa piel agrietada, cínica y autoritaria que muchos ya intuíamos tras la fachada de glamour.
¿Es el fin del mito americano? Puede que no del todo, pero sí su declive más notorio. Y parece un buen momento para cuestionar alianzas y reconfigurar posiciones. Por supuesto, no me refiero a México, cuya relación con Estados Unidos es más bien una dependencia histórica, económica y geográfica que no se puede desechar por simple voluntad política.
A nosotros, como mexicanos, nos toca seguir navegando en esa vecindad con todas sus limitaciones. Pero también es momento de celebrar que al menos ya nadie cree, sin cuestionar, en la imagen del “salvador del mundo”. El telón se ha corrido, y la función ya no convence.