Estamos a días del 8 de marzo y, como cada año, las calles se llenarán de mensajes de apoyo a las mujeres, discursos sobre igualdad y gestos simbólicos que, por un momento, parecen señalar que algo está cambiando. Empresas, gobiernos e instituciones lanzarán campañas, iluminarán monumentos y hablarán sobre la importancia de los derechos de las mujeres. Pero cuando pase el 8M, ¿qué quedará de todo eso?
La conversación siempre regresa al mismo punto: reconocer la desigualdad, indignarse y, luego, seguir adelante como si nada. Más allá de los discursos, los datos siguen diciendo lo mismo. En México, ser mujer implica enfrentar más obstáculos, más violencia y menos oportunidades. Lo más grave es que muchas de estas desigualdades ni siquiera nos sorprenden. Nos hemos acostumbrado a ellas y las hemos normalizado, por lo que, aunque nos indignen, rara vez nos preguntamos qué hacemos realmente para cambiarlas.
En este país, el 70% de las mujeres ha vivido algún tipo de violencia a lo largo de su vida. Setenta de cada cien. Una cifra alarmante que, sin embargo, muchas veces no pasa de ser solo un dato más en un informe. La violencia contra las mujeres está en las calles, en los espacios de trabajo, en el transporte público y en los hogares. Está tan presente que, en ocasiones, ni siquiera se cuestiona. El acoso callejero sigue siendo visto como un problema menor, la violencia doméstica aún se justifica con frases como “es un asunto de pareja” y el abuso de poder en los espacios laborales se sigue tolerando porque “así funcionan las cosas”.
La violencia es el problema más urgente, pero la desigualdad también se manifiesta de otras formas. En México, una mujer gana en promedio un 14% menos que un hombre por el mismo trabajo. No se trata solo del salario, sino del acceso a oportunidades. Muchas mujeres siguen enfrentando barreras para crecer profesionalmente, ya que aún se asume que su papel principal es el de cuidadoras. La carga del trabajo doméstico sigue recayendo mayoritariamente sobre ellas, lo que limita sus posibilidades de desarrollo y perpetúa la idea de que el éxito profesional es más fácil para los hombres porque “tienen menos responsabilidades en casa”.
Lo preocupante no es solo que estas cifras existan, sino que no parecen sorprender a nadie. Nos hemos acostumbrado tanto a la desigualdad que hemos dejado de verla. Nos indignamos cuando un caso de violencia extrema llega a los titulares, pero ignoramos las pequeñas violencias de todos los días. Nos duele ver cifras sobre brechas salariales, pero seguimos justificando que las mujeres tengan menos oportunidades con argumentos que las responsabilizan a ellas y no al sistema que las excluye.
El problema es que, para muchos, el 8M se ha convertido en un ejercicio de imagen. Se habla de igualdad cuando es tendencia, pero la conversación se apaga en cuanto el día pasa. Y mientras tanto, las cifras siguen ahí, recordándonos que la deuda con las mujeres no es una cuestión de discursos, sino de realidades que no han cambiado.
Por eso, este no debería ser un día de felicitaciones ni de discursos vacíos. No es una fecha para hablar de lo mucho que “han avanzado las mujeres”, sino para preguntarnos cuánto falta por hacer y, sobre todo, qué estamos dispuestos a cambiar. La deuda con las mujeres no es solo del Estado o de las instituciones; es una deuda social, que se sostiene en la indiferencia de quienes siguen viendo la desigualdad como algo inevitable.
¿Qué pasaría si, después del 8M, dejáramos de ver esta lucha como algo ajeno? Si comenzáramos a cuestionar las prácticas que normalizan la desigualdad en nuestros propios espacios. Si dejáramos de justificar la falta de oportunidades con frases como “así ha sido siempre”.
Las cifras de esta deuda pendiente no van a cambiar con discursos ni con buenas intenciones. Cambiarán cuando dejemos de ver el 8M como un evento y empecemos a verlo como lo que realmente es: un recordatorio de lo que aún falta y una invitación a actuar todos los días. Si cada año seguimos marchando por las mismas razones, entonces es evidente que nada ha cambiado. Y si nada cambia, el problema no es solo de quienes detentan el poder, sino de toda una sociedad que ha aprendido a convivir con la desigualdad sin cuestionarla.