Actualmente, el mundo está atravesando un cambio de valores, con más movimientos a favor de la justicia para todas las personas, pero, al mismo tiempo, se observa un aumento de posturas extremistas que promueven el conservadurismo.
Lo usual era que quienes pertenecían a la misma generación compartieran valores e ideologías; sin embargo, un estudio de John Burn-Murdoch reveló en 2024 que, actualmente, esa división entre conservadurismo y progresismo se presenta dentro de una misma generación, separando incluso por género. La Generación Z, conformada por aquellos que ahora tienen aproximadamente entre 15 y 25 años, muestra que las mujeres son, en promedio, un 30% más liberales que los hombres.
Hasta hace algunas décadas, se esperaba que el desarrollo científico y económico llevara a una generalización del bienestar, a una reducción de la pobreza y la enfermedad, y a mejores condiciones para todos. La generación anterior creció con el progresismo y esperaba que le siguiera una más consciente socialmente, que impulsara un futuro más justo e incluyente. Sin embargo, esas promesas y esperanzas nunca terminaron de materializarse. La incertidumbre, la falta de oportunidades y la pobreza afectan a muchos jóvenes, lo que lleva a algunos a sentir una mezcla de resentimiento y nostalgia por un pasado idealizado. Es como quien fantasea con vivir en la época de los reyes y caballeros, sin considerar las altas probabilidades de haber sido esclavo, campesino o de cualquier otra clase baja, ignorando que en otros tiempos las mujeres tenían menos derechos, la diversidad vivía con miedo y el racismo era ley.
Esto nos lleva a preguntarnos: ¿Por qué la nostalgia por una utopía que nunca existió incrementa la separación ideológica entre hombres y mujeres de una misma generación? La respuesta podría ser que los cambios sociales en busca de mejores condiciones, si bien generan beneficios y mayor justicia, también afectan a aquellos que se beneficiaban de la desigualdad, lo que los lleva a movilizarse para mantener un orden que les otorga privilegios.
El sistema económico en el que vivimos impone el lucro como valor supremo y se basa en la explotación de la fuerza de trabajo y la naturaleza para la acumulación de capital. Por este motivo, mantener a las mujeres en una situación de subordinación o desventaja resulta altamente redituable, y es algo que se busca perpetuar. Actualmente, el trabajo no remunerado realizado por las mujeres aporta el 18.8% del PIB de México, es decir, $7,248 mensuales que no se pagan a cada una (INEGI, 2024), mientras que, en promedio, ganan un 34% menos que los hombres que realizan el mismo trabajo (CONAPRED, 2023).
La búsqueda de estos cambios sociales y económicos cuestiona los roles de género y los privilegios, y también señala las formas de violencia, lo que desafía la hegemonía y genera incertidumbre. Esto afecta la identidad de los hombres, no todos, pero sí los suficientes, que crecieron con el ideal masculino de ser fuertes, invulnerables y dominantes. Esta transformación puede generar confusión y ansiedad al ver que se pone en duda aquello por lo que se esforzaron en alcanzar.
Al sentir en riesgo su autopercepción, su estilo de vida y su visión del mundo, ante la posibilidad de ser cuestionados, criticados o “cancelados”, en vez de reflexionar sobre si hay algo que puedan cambiar para bien, algunos prefieren protegerse o escapar. En tiempos de crisis, las personas tienden a buscar certeza y seguridad en lugar de cambio. Esto, junto con las promesas incumplidas de un futuro próspero, lleva a buscar culpables y a pensar que los cambios recientes son los que acabaron con ese pasado que nunca existió, adoptando posturas más conservadoras y atacando movimientos en favor de los derechos de las personas migrantes, de las mujeres, de la diversidad, de la libertad de culto, de la ecología y de la lucha contra la pobreza. Al mismo tiempo, se auto perciben como críticos de una supuesta “dictadura progresista”, cuando en realidad son manipulados para no ver ni actuar contra las condiciones sistémicas que originan sus problemas. Así, una generación que se esperaba más liberal adopta posturas conservadoras como acto de resistencia ante un futuro incierto.
Resulta revelador preguntarnos: ¿Quién lucra con esta situación y a costa de quién? ¿Quién se beneficia de la insatisfacción, el resentimiento o el fanatismo? ¿Qué tan rentable es la polarización y quién la financia? ¿Quién utiliza como motor el miedo al cambio y la idea de que lo moderno es la causa de todos los males?
Este conservadurismo juvenil y el rechazo a los movimientos progresistas benefician al sistema económico, ya que justifican la explotación y la desigualdad, crean consumidores manipulables, rechazan políticas de redistribución y atacan la organización colectiva que exige mejores condiciones de vida, perpetuando a su vez estructuras de desigualdad que favorecen la acumulación de capital.
Las redes sociales influyen significativamente en este fenómeno a través de algoritmos que favorecen contenidos alineados con las preferencias previas de los usuarios, creando el efecto de “cámara de eco”. En este, se priorizan publicaciones que refuerzan su visión del mundo y se bloquean otras perspectivas, haciendo que las personas solo escuchen lo que ya creen o piensan, y que parezca que el resto del mundo comparte su postura. Esto refuerza sus puntos de vista de forma unidireccional, alimenta creencias extremas, promueve la polarización e incluso difunde desinformación. Así, la viralidad se ha convertido en una de las principales herramientas del conservadurismo, ofreciendo a los hombres una comunidad donde el odio a menudo se disfraza de pensamiento crítico, alimentando discursos extremistas y fanáticos, al tiempo que los hace sentir especiales por haber “despertado”.
El patriarcado es sostenido por el conservadurismo, explotado por el capitalismo y defendido políticamente por la extrema derecha. El sistema económico se beneficia de la desigualdad, incluyendo el trabajo no remunerado en los cuidados. La extrema derecha, aliada con la élite, promueve valores tradicionalistas y busca mantener el orden social a través de políticas que favorecen a los grupos en el poder, rechazan el progreso y generan insatisfacción, fomentando el consumo constante. Este modelo se opone a la justicia social y a los movimientos progresistas.
El sistema patriarcal genera modelos de masculinidad que, en muchas sociedades, han promovido la represión emocional, la violencia como solución, la desvalorización del autocuidado y la idea de que el hombre debe ser proveedor. La lucha por la igualdad de género beneficia a todos, porque permite que los hombres seamos más libres para expresar nuestras emociones, elegir nuestras propias trayectorias, construir relaciones basadas en el respeto y la equidad, y vivir en un entorno más justo.
Es momento de reflexionar sobre qué modelos de mundo queremos proponer, así como comprometernos a ser parte de la solución. Cuestionar la masculinidad impuesta puede generar dudas. Sin embargo, ahora tenemos la libertad de elegir qué tipo de hombres queremos ser, sin la obligación de competir por el dominio sobre otras personas. ¿Queremos aferrarnos a un modelo arcaico basado en la opresión? ¿Permitir que sigan existiendo conductas violentas y discriminatorias bajo la justificación de “es normal, es que es hombre”? O, por el contrario, ¿podemos construir nuevos modelos más justos y equitativos?
Lo importante es no imponer un único discurso, sino generar condiciones para que cada persona pueda formar su propio criterio de manera informada, empática y ética. Muchos temen una pérdida de privilegios cuando, en realidad, lo que se busca es justicia y bienestar para todas las personas. Para cambiar el sistema, no basta con atender los efectos de la desigualdad; hay que abordar sus causas y construir alternativas. Es fundamental dejar de ver a las mujeres, migrantes, personas LGBT, antirracistas, ecologistas y demás activistas como enemigos, y comprender que la lucha contra la explotación y por construir un mundo más justo para todos es una lucha común.