A falta de una jornada para concluir la Liga MX, la historia parece repetirse: los mismos equipos de siempre pelean por el título, mientras el resto observa desde la barrera. Seis clubes, y solo ellos, mantienen viva la ilusión del campeonato. El resto, resignado a la mediocridad, mira cómo el torneo se convierte cada vez más en un juego de poder y presupuesto.
El fútbol mexicano lleva años presumiendo de su “equilibrio” gracias al sistema de repechaje, los torneos cortos y los supuestos incentivos para todos. Sin embargo, lo que debería ser un estímulo para la competencia se ha transformado en una trampa: muchos equipos se conforman con calificar “como sea”, sin proyecto deportivo, sin identidad y, sobre todo, sin ambición.
La consecuencia es evidente. La brecha entre los clubes grandes —económica, deportiva y mediáticamente— se ensancha, mientras los demás sobreviven apostando a un golpe de suerte o a una racha de tres buenos partidos. El espectáculo sufre, los aficionados se alejan, y la liga, en lugar de evolucionar, se estanca en su propio modelo de complacencia.
¿Reformar la Liga MX? Sería lo ideal, pero parece una utopía. Cualquier intento de cambio profundo tropieza con los intereses de quienes mandan. Mientras no haya una visión colectiva que privilegie el desarrollo del fútbol sobre los beneficios inmediatos, seguiremos viendo el mismo guion: los de siempre arriba, los de siempre abajo, y una liga que se vende como emocionante, pero cada vez emociona menos.