¿Qué fuerza les asiste? ¿Qué ideología les mueve? ¿Con qué patente o licencia realizan sus búsquedas?
Los colectivos de madres buscadoras en todo el país son grupos que se mueven entre la clandestinidad y la ley. No tienen más motivación que encontrar a sus hijos, y no representan un peligro real para ningún ciudadano o para el Estado… a menos que unan sus voces. Y eso solo ocurre cuando los criminales entran en la ecuación, o cuando los políticos suman réditos a su eterna búsqueda.
Los miles —los decenas de miles— de desaparecidos claman desde sus ocultas tumbas por sus madres. Ellas, con una barra de acero, pican terrenos olvidados y vacíos por todo el territorio nacional. Saben que encontrarán a los hijos de alguien más, pero mantienen la fe de que, en otro lugar y otro momento, alguien encontrará al suyo. Por supuesto, existen esos contadísimos casos en los que el hijo aparece aún con vida. ¿Cómo no considerar eso un milagro?

Pero cuando los hijos desaparecen en las peores circunstancias —ya sea víctimas de secuestradores o engañados para “presentarse a un trabajo” y luego obligados a entrenarse como sicarios—, las madres saben cuándo es el momento de empezar a buscar. Para entonces, habrán llorado hasta cruzar el umbral de lo soportable.
¿Y qué decir de las hijas? Duelen donde más duele. Pequeñas, grandes, madres todas, llorando desde tumbas inciertas. Todas clamando por paz o por justicia, privilegios que sus familias no gozan. Por eso, hombres y mujeres recorren los campos con palas y barras, cubriendo sus rostros para no inhalar el polvo y la hediondez de los cadáveres. Visten mangas largas bajo el sol inclemente, resistiendo.
Son inquebrantables. Están hechas de la materia más irrompible: la fuerza de un corazón que nunca pierde la esperanza. Hay que decirlo: esas son las madres buscadoras. Las mismas que el gobierno de Claudia Sheinbaum —el gobierno de la 4T— intenta cooptar. Las mismas a las que López Obrador les dio la espalda y Claudia sigue esquivando.
Son el residuo que queda después de que la fórmula “crimen organizado + gobierno” hace su trabajo. Ya sabemos que siempre ha sido así. La diferencia con los gobiernos anteriores es que este tiene poca capacidad para ocultarlo… y menos entereza para controlar a su “socio” cuando conviene. Desde que Andrés Manuel saludó personalmente a doña María Consuelo Loera Pérez —la madre del Chapo, abuela de Ovidio—, ya no hubo vuelta atrás.
Ahí, las madres buscadoras sostienen un vínculo perverso con la realidad: la misma que permitió a doña Consuelo pedir “amablemente” al entonces presidente que intercediera ante Estados Unidos para visitar a su hijo. Este monero sabe que el gesto, en sí, no está mal. Lo que está mal es cómo se hizo, en qué momento y junto a qué personajes. Sobre todo, cuando contrasta con el abandono a las otras madres, cuyos hijos no llevan apellidos de narcos famosos.
Ahí es donde el gobierno nos deja pasmados. Ahí es donde todos empezamos a sentirnos como esos hijos: buscados, enterrados, calcinados, hervidos en sosa cáustica, apilados en morgues refrigeradas a cargo de gobiernos federales y estatales. Ahí es cuando las madres buscadoras se convierten en nuestras madres. Ahí es donde encuentran su fuerza, su ideología y su patente moral.
Ahí, en ese grito silencioso, somos un país entero sintiéndose igual que los desaparecidos.