Leí por ahí una máxima que está golpeando fuerte a la conciencia colectiva mexicana: México es un país que llora a sus muertos, pero le canta a los asesinos. Esa aparente incongruencia, aunque algunos quieran presentarla como parte de la idiosincrasia nacional, no lo es. O al menos, no lo era.
Creo que esto es propio de la generación actual de ciudadanos mexicanos, incluyendo tanto a los adultos mayores como a los jóvenes que recién han alcanzado la ciudadanía. El gusto por la música violenta tiene un largo historial que se remonta a los albores del propio México, y ni hablar de quienes cantaban loas a los guerreros revolucionarios de principios del siglo XX, a los hechos violentos de esa época y a conductas que, aunque algunas veces con consecuencias descritas en las canciones, no dejan de ser apologías del delito y glorificaciones de personajes que cargaban con culpas y pecados ignorados por esas mismas narraciones. Tal vez, querido lector, sepas de lo que hablo si menciono a un personaje como Pancho Villa, cuyas acciones heroicas están tan documentadas como sus abusos e indolencia.
Ni qué decir de nuestra época dorada del cine, donde se glorificaron tanto héroes como villanos, acciones nobles y actos que violentaban la ley. Más tarde, el cine popularizó como ídolos a personajes fuera de la ley, con las películas de ficheras y los hermanos Almada, creando una mitología del margen.

La música popular acompañó ese proceso. Con la proliferación de grupos norteños, bandas gruperas y solistas del género de corrido y tumbado, se festeja a decenas de personajes temibles. Algunos incluso promovieron sus propios corridos como una estrategia para aumentar su fama y notoriedad. En muchas canciones, además, se presume con orgullo el fruto de conductas criminales.
Pareciera como si alguien hubiese orquestado una campaña mercadológica con música popular para pintar a los criminales más notorios como figuras deseables, con el propósito de facilitar el reclutamiento de jóvenes a las mafias, prometiéndoles ser los protagonistas de nuevas canciones, héroes modernos en una vida de lujo y exceso.
No existen estadísticas concretas que midan el impacto de estas expresiones culturales en el incremento de la violencia o el reclutamiento por parte del crimen organizado. Solo tenemos como testimonio las heridas abiertas que son los campos de exterminio que poco a poco van apareciendo en distintas regiones del país.
Y alguien debe hacer algo, desde nuestro colectivo humano, para corregir estas atrocidades. El primero en tener ese deber es el gobierno. Pero para actuar necesita calidad moral. Requiere un estándar ético intachable, al menos en lo relacionado al fomento de la violencia, el crimen y la corrupción. En esto, los gobiernos de la Cuarta Transformación ya han fallado.
Sin embargo, algunos de sus gobernadores han implementado leyes para prohibir estas manifestaciones culturales en espacios públicos. Lo que, por ejemplo, desató el berrinche de sectores de la sociedad en Texcoco. El estado más reciente en considerar estas medidas es Michoacán, que se encuentra al borde de un nuevo ciclo de violencia e inseguridad. Como respuesta, algunos ciudadanos han reactivado las guardias blancas y las vigilancias comunales, en defensa propia frente al abandono institucional.
Este monero, con este cartón, pretende criticar la hipocresía de un partido y un movimiento político, la 4T, cuyo líder se ha mostrado cordial con figuras ligadas al crimen organizado, y feliz de su crecimiento, otorgándoles el beneficio de sus famosos “abrazos” como única respuesta a sus atrocidades.
No, señores —y señora presidenta—: les aseguro que les falta mucha, pero mucha dignidad, integridad y línea moral para crear el cambio que nuestro pueblo realmente necesita.