Aunque se ha avanzado en derechos humanos aún queda una batalla esencial que no deberíamos seguir postergando: el derecho a amar en libertad, con respeto y sin miedo. Las diferentes identidades sexuales y de género no son una moda, ni una provocación, ni mucho menos un “problema” a resolver. Son expresiones auténticas de la diversidad humana, tan legítimas como cualquier otra forma de ser y sentir.
Amar debería ser uno de los actos más nobles del ser humano. Sin embargo, para muchas personas LGBTQ+, este derecho básico sigue siendo objeto de juicio, rechazo e incluso violencia. ¿Qué sentido tiene amar a quien uno elige y que sea motivo de discriminación o exclusión?
La tolerancia no es una concesión que se otorga con condescendencia; es una obligación ética en toda sociedad que se considere democrática y justa. Respetar las diferentes formas de amar implica entender que la orientación sexual y la identidad de género no dañan a nadie. Lo que sí daña es la intolerancia, el silencio cómplice y la negación del derecho a ser quienes somos.
El respeto no se trata solo de “aceptar” desde la distancia, sino de convivir con empatía, de reconocer que todas las personas merecen el mismo trato, los mismos derechos y la misma dignidad. El amor entre dos personas, independientemente de su identidad, no debe ser materia de debate público, sino motivo de celebración.
La educación es una herramienta clave. Educar desde la infancia en la diversidad, el respeto y la inclusión, no solo forma ciudadanos más empáticos, sino que también previene la violencia, el bullying y el odio. No es adoctrinar, es humanizar.
Defender el derecho libre a amar no es una bandera ideológica, es un acto de humanidad. Porque mientras haya alguien que tenga que esconder a quien ama por temor al rechazo, todos somos un poco menos libres.