El pasado 16 de enero falleció uno de los artistas más influyentes del siglo XX: David Lynch. Fue director de cine, pintor, músico y escritor, nacido el 20 de enero de 1946 en Missoula, Montana, Estados Unidos. El impacto de su cine es tan grande que es considerado uno de los mejores directores de la historia del cine, ya que la propuesta visual y conceptual que desarrolló a lo largo de su vida ha sido catalogada como única, al romper muchas veces con los límites que impone el lenguaje cinematográfico y crear sus propios mundos que se mueven entre lo onírico, los sueños y las pesadillas.
Su éxito y la huella que ha dejado en la cultura popular se deben, claro, a su estilo “lyncheano” y a su renombre tanto a nivel comercial como artístico, pero más que eso, se debe a la profunda marca que dejó en todos nosotros, los que somos adeptos a su cine. Desde la primera vez que nos encontramos con su arte, nos mostró que hay algo más allá del mundo sólido al que nos enfrentamos día con día. Nos enseñó que si ponemos atención, podemos dilucidar más profundamente quiénes somos y qué es todo esto que nos rodea, y a partir de ello, acercarnos a esa libertad creativa que reside dentro de cada ser humano.
Nunca se olvida la primera vez que vi esa película de 1980, protagonizada por Anthony Hopkins, llamada El hombre elefante, en la que, por medio de un relato crudo y a la vez realista, nos muestra cómo el ser humano puede cometer atrocidades al dejarse llevar solo por la apariencia, dejando de lado el mundo que hay dentro de cada ser que existe en este planeta. O aquella historia de perdón y redención que nos presentó en el road movie de 1999, Una historia verdadera, en la que un anciano utiliza el único medio de transporte que tiene a la mano, una vieja máquina para cortar el césped, para conducir más de 400 kilómetros y ver a su hermano, quien está enfermo y del cual lleva décadas distanciado. Mostrándonos con esto que, a pesar de las diferencias y las adversidades, siempre hay algo que nos mueve a seguir adelante.
Lynch fue un artista en constante búsqueda de la libertad, hasta el grado de hacer un profundo acercamiento a la psique de la mente humana a través de lo que nos quieren decir nuestros sueños y nuestras pesadillas, como lo hizo en películas como Terciopelo azul (1986) y Corazón salvaje (1990), por mencionar solo algunas. Para el director, fue indispensable ahondar en lo más profundo, en todo aquello que nos provoca miedo y terror, ya que, si no se hace, no podemos enfrentarnos a todo eso que estorba y que no nos deja ser felices. Como él mismo lo afirmó alguna vez: “La gente olvida que lo más importante es la felicidad”.
El artista estadounidense no solo hizo esta búsqueda a través del cine y el arte, sino que durante años se dedicó a practicar la meditación, experiencia que dejó plasmada en su libro Atrapa el pez dorado: Meditación, conciencia y creatividad (2006), en donde propone el acto de meditar como una herramienta que nos permite mantenernos con un pensamiento creativo y, como consecuencia, felices. En este ensayo, Lynch habla de cómo para él las ideas son como peces, y que, si quieres encontrar grandes ideas, tienes que adentrarte en aguas muy profundas. Solo ahí encontrarás esa gran revelación, la cual llama un pez dorado. Para lograrlo, no solo es necesaria la meditación, sino que, siendo el camino bastante largo, necesitas herramientas que te ayuden a continuar. Estas son la música, la pintura, la literatura y el cine, lo que él llama “preciosos regalos”. Todas y cada una de ellas contienen algo que nos ayuda y nos alienta a ser un poco más libres, hasta que, en algún punto, nos encontremos en ese lugar tan profundo en el que reside aquello por lo que Lynch abogó a través de todas sus creaciones, sus búsquedas y sus preguntas: la tan anhelada felicidad.
David Lynch murió a los 78 años, dejando una vasta obra artística, musical, pictórica, literaria y cinematográfica, la cual perdurará a través del tiempo, cada vez que sea revisitada por todo aquel que sienta la necesidad de encontrar respuestas más allá de lo sólido y tangible, sobre eso que hay en lo más profundo de nuestro ser.