Estamos prácticamente a días de presenciar el proceso electoral más extraño y sui géneris en la historia de la joven democracia mexicana. En apenas una semana, aquellos aspirantes que hayan logrado sortear las más increíbles limitantes para competir por el cargo de juez o magistrado buscarán integrar una especie de campaña que, paradójicamente, no es campaña, que no permite hacer campaña y que no tendrá recursos, pero sí será fiscalizada. Es decir, una total antinomia a los principios más elementales de las elecciones. Todo esto en una sociedad que ha crecido con un estilo muy particular de hacer política, incompatible con la realidad de quienes aspiran al cargo. La mayoría de ellos, además, no están acostumbrados a elecciones, sino a concursos de oposición.
Fue durante la primera quincena de marzo cuando el Consejo Estatal Electoral y de Participación Ciudadana de San Luis Potosí CEEPAC lanzó una serie de restricciones sobre las actividades que podrían realizar los candidatos. En la práctica, se prohíbe casi todo. Por ejemplo, la infografía difundida por el organismo electoral establece que los aspirantes no pueden contratar publicidad para su campaña, a pesar de que esta es una de las herramientas fundamentales para que la ciudadanía conozca sus propuestas y trayectorias. Sin embargo, el contraste es evidente cuando se estipula que tampoco pueden difundir propaganda impresa en material no biodegradable. Entonces, ¿se permite hacer campaña sólo si se hace en medios biodegradables? Un absurdo contradictorio.
De estas restricciones podrían surgir opciones creativas para dar a conocer a los candidatos y sus perfiles, pero la rigidez de la ley electoral corta de tajo cualquier posibilidad. Esto no contribuye a un proceso ya de por sí desconocido para el grueso de la población. Como he insistido en varios espacios, si muchas veces no sabemos qué hace un diputado o un alcalde, mucho menos sabemos qué hace un juez, un cargo frecuentemente confundido con las funciones de las fiscalías e, incluso, con las de abogados litigantes que han manipulado el proceso judicial para su propio beneficio.
Regresando a la campaña, recuerdo a un político con el que trabajé un par de años y que siempre me decía: “No me digas no, dime el cómo sí”. Esa frase resuena en mi mente al analizar cómo la autoridad electoral, los legisladores y quienes mañosamente diseñaron la ley han bloqueado muchas de las posibilidades de hacer campaña, de difundir criterios de evaluación, de transparentar y sistematizar la elección. El “cómo sí” resulta intrigante, pero en las restricciones encontramos la trampa: la mayoría de los aspirantes que lograron el pase directo para acceder a la elección son perfiles de escritorio que trabajan de 9 de la mañana hasta la tarde en los juzgados. ¿A qué hora podrán hacer campaña? Y si la hacen fuera de su horario laboral, por ejemplo, a partir de las 4 de la tarde, enfrentarán una fiscalización constante y, además, el riesgo que implica la inseguridad. El panorama para hacer campaña luce, cuando menos, complicado.
Desde esta óptica, cabe preguntarse: ¿qué le preocupa más a la ciudadanía? ¿Dónde debería comenzar una campaña de este tipo? ¿En los juzgados, en la plaza pública, en una oficina? Y eso sin considerar que todos los eventos deberán ser reportados al Instituto Nacional Electoral para su fiscalización. Esto implica prever una agenda para que los visitadores del INE acudan a cada sitio de campaña, algo totalmente alejado de la realidad. En un proceso marcado más por restricciones que por oportunidades, los candidatos deberán preocuparse más por evitar multas que por hacer campaña.