La nueva integración plena de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) parecía marcar un punto de partida sólido rumbo a 2027, un año que ya se perfila como el proceso electoral más grande en la historia del país. Sin embargo, los primeros casos que resolvió el máximo tribunal electoral para San Luis Potosí, lejos de enviar un mensaje de unidad y certeza, dejaron ver grietas preocupantes: criterios contradictorios, interpretaciones a conveniencia y un clima de incertidumbre que podría multiplicarse conforme nos acerquemos a esa elección crucial.
El 10 de septiembre, el Pleno resolvió dos juicios ciudadanos que involucraban a aspirantes a magistraturas en San Luis Potosí: Zelandia Bórquez Estrada y José Luis Ruiz Contreras. Los dos expedientes parecían similares en el fondo —la aplicación del artículo 116 constitucional y la exigencia de separación de cargo— pero recibieron tratamientos diametralmente opuestos. En el caso de Bórquez, se flexibilizó la norma bajo el argumento del principio pro persona y la naturaleza extraordinaria del proceso. En el de Ruiz Contreras, se aplicó con rigor absoluto la regla de un año de separación, declarándolo inelegible. ¿Flexibilidad o rigor? Al parecer, depende del caso, del contexto y de las posturas individuales de cada magistrado.
El caso de Zelandia Bórquez es paradigmático. El tribunal local había declarado su inelegibilidad por no cumplir con los dos años de separación como consejera electoral. Sin embargo, la Sala Superior concluyó que, al momento de emitirse la reforma que reguló las elecciones judiciales, ella ya había concluido su encargo, por lo que la restricción no podía aplicarse. Bajo este razonamiento, se optó por privilegiar la participación y devolverle la magistratura, incluso otorgándole la presidencia del Tribunal de Disciplina Judicial. Es decir, se flexibilizó la Constitución para favorecer una interpretación más abierta, en nombre del principio pro persona.
Ahora bien, el caso de José Luis Ruiz Contreras tuvo un desenlace diametralmente opuesto. Ex fiscal general de San Luis Potosí, Ruiz Contreras fue considerado inelegible por no cumplir con el año de separación previo a la convocatoria. Aquí, la Sala Superior aplicó de manera estricta el artículo 116 constitucional y el 92 local: la prohibición es clara y, por tanto, debía descartarse su candidatura. Lo interesante es que este caso abrió otro debate: ¿a quién debía asignarse el cargo vacante? ¿Al siguiente hombre en la lista, Juan Paulo Almazán Cué, o a la mujer más votada después, Yanet Hernández Trejo? La mayoría del pleno optó por la segunda vía, invocando el principio democrático, con lo cual el resultado puede alterar la composición de género en el Supremo Tribunal de Justicia.
El problema no es que en un caso se haya optado por una interpretación flexible y en el otro por una rigurosa. El verdadero dilema es que no existen criterios claros y uniformes. Para la ciudadanía, el mensaje es devastador: las reglas parecen aplicarse con discrecionalidad. ¿Qué garantiza que, en 2027, la Sala Superior no volverá a cambiar de criterio dependiendo del perfil, del contexto o de la presión política? La justicia electoral no puede convertirse en un ejercicio de casuismo donde cada caso se resuelve según la conveniencia del momento.
Y aquí es donde entra la gravedad del asunto. Estos siete magistrados no están resolviendo meros incidentes locales; están sentando los precedentes que marcarán la ruta hacia 2027. Ese año, México no solo elegirá a la Cámara de Diputados, a más de mil diputaciones locales, 680 presidencias municipales y 17 gubernaturas. También se renovará, en varias entidades, la mitad del Poder Judicial, incluida la segunda parte del Tribunal de Disciplina Judicial. Es decir, volveremos a tener elecciones judiciales, y las mismas ambigüedades que hoy generan confusión podrían convertirse en un caos de proporciones nacionales.
Lo que estamos viendo en la Sala Superior es un choque entre dos visiones: la de quienes buscan ampliar derechos mediante interpretaciones flexibles de la Constitución, y la de quienes insisten en aplicar con rigor la letra de la norma. Ambas posturas tienen sustento jurídico, pero sin un criterio rector, lo único que se genera es incertidumbre. En este punto, la pregunta es inevitable: ¿puede el máximo tribunal electoral darse el lujo de enviar mensajes contradictorios cuando está en juego la credibilidad de todo el sistema democrático?
Además, no olvidemos un dato clave: estos siete magistrados serán los encargados de calificar la elección de 2027, donde se renovará buena parte del mapa político nacional. Y lo harán en un contexto donde la posibilidad de una reforma electoral sigue en el aire, sin avances concretos y sin certezas sobre cuáles serán las reglas del juego. Si hoy la Sala Superior muestra titubeos y contradicciones, ¿qué podemos esperar cuando esté bajo presión en el escenario más complejo de nuestra historia electoral?
Las resoluciones del 10 de septiembre deberían servir como una llamada de atención. El Tribunal Electoral necesita establecer criterios firmes, coherentes y públicos, que no dejen margen a interpretaciones discrecionales. Los legisladores, por su parte, deben cerrar las lagunas legales que hoy permiten este tipo de ambigüedades, definiendo con claridad los requisitos constitucionales de elegibilidad. Solo así se podrá garantizar que las elecciones de 2027 se desarrollen con la certeza y la legitimidad que la ciudadanía exige.
Mientras tanto, lo que tenemos es un tribunal dividido, que en cuestión de días mostró su flexibilidad extrema en un caso y su rigor inflexible en otro. En el tablero de 2027, eso no es un buen augurio. Más allá de si Zelandia Bórquez regresa a su cargo o si José Luis Ruiz Contreras queda fuera, lo que está en juego es mucho más grande: la confianza en que el árbitro electoral más importante del país se conducirá con imparcialidad y coherencia. Si no se corrige el rumbo, la elección más grande de la historia corre el riesgo de convertirse también en la más cuestionada.