A lo largo de generaciones, la Universidad Autónoma de San Luis Potosí ha sido semillero de movimientos sociales, espacio de agitación, de miedos y de esperanzas. Ha sido, sobre todo, el epicentro de una sociedad que deposita en su juventud los anhelos de cambio. Su papel histórico como “universalidad de pensamiento” la convierte en un espacio abierto a la crítica, al razonamiento, y en terreno fértil para una juventud inquieta, decidida a enfrentar los grandes problemas de su tiempo. Esto no es nuevo: viene desde los años en que se restringía la lectura y publicación de ciertos libros, lo que solo fortaleció la resistencia universitaria en defensa de la libre divulgación de ideas frente a los intentos autoritarios de imponer límites.
El lema de la universidad (“Por mi patria educaré”) repetido innumerables veces por quienes hemos egresado de la Máxima Casa de Estudios, no debe quedarse en simple consigna. No es frase vacía ni ritual académico. Debe asumirse como bandera de lucha, como vocación social y compromiso histórico. La universidad no es un edificio ni un título colgado en la pared: es un colectivo dispuesto a alzar la voz desde las trincheras académicas, sociales y culturales para defender a los menos favorecidos. Es también la expresión de la solidaridad con quienes, gracias a sus aportaciones económicas, han hecho posible que el hijo del obrero acceda a educación de calidad a bajo costo, aunque la Constitución marque que debería ser gratuita y el poder político se niegue a brindar las herramientas necesarias para garantizarlo.
Por eso resulta inverosímil que muchos egresados de la Centenaria UASLP permanezcan en silencio ante los ataques y asfixia financiera que hoy enfrenta. A la universidad le debemos mucho: nuestra formación, nuestras herramientas para la vida, incluso nuestra propia subsistencia profesional. Sí, tiene deficiencias y defectos, como toda institución, pero permitir que se le estrangule económicamente equivale a renunciar a nuestro futuro. Peor aún cuando desde el poder se presume con una mano la consigna de “educación sin límites” mientras con la otra se cierra la llave de los recursos, se extorsiona y se empuja a la universidad al borde financiero para sostener los caprichos de una administración estatal que privilegia el gasto superfluo sobre el futuro social. Eso, querido lector, no se vale.
Porque la universidad, como reza el viejo dicho, nos hace libres: sus pasillos deben seguir siendo espacio de crítica, de innovación, de transformación, y sobre todo de garantía para que los jóvenes continúen impulsando el desarrollo. ¿O acaso ya se olvidó quién les dio la oportunidad de cumplir sus sueños gracias a los conocimientos adquiridos y las horas de esfuerzo invertidas?
Hoy, un movimiento pequeño pero real empieza a sacudir los pasillos universitarios. La Facultad de Ciencias, con deficiencias en su construcción y separada de la zona universitaria, ha vuelto a levantar la voz. No es casual: ha sido históricamente combativa, política, incluso desde su aparente distancia con las ciencias sociales. Ayer, cansados de la inmovilidad y del falso discurso del gobierno estatal, sus estudiantes exigieron la conclusión de su edificio, un compromiso asumido y luego olvidado en medio del mar de espectaculares que adornan la ciudad con promesas que poco tienen de realidad. Mientras se presume un “informe de logros”, se deja a un lado el futuro de los jóvenes y se convierte a la universidad en botín político, despreciando al verdadero orgullo de casa.
Resulta absurdo que, mientras desde la Presidencia de la República se pide abrir más espacios universitarios, no se invierta en fortalecer a las universidades autónomas ya existentes, con procesos probados y resultados tangibles. Más absurdo aún es que quienes deberían defenderla callen frente a la retención de recursos que no son estatales, sino federales y etiquetados. ¿Cuál es la necesidad de retrasarlos? ¿Con qué derecho se presume en público un dinero que pertenece a una institución autónoma? El llamado es simple: pagar lo que se debe y dejar de simular acuerdos inexistentes.