LAVADO Y ENCUBRIMIENTO

Por

Oro

- lunes, agosto 4 de 2025

Durante los siglos XIX y XX, México estuvo regido por tres poderes: el Estado, la Iglesia y el Ejército. La política y el rumbo de nuestras generaciones eran dictados por estos tres poderes de facto.

Después del ascenso del general Cárdenas, el Ejército perdió fuerza. Se crearon leyes que les impedían ejercer políticamente y se acabó con la tradición de generales en la presidencia. Por su parte, la Iglesia se vio mermada tras las Leyes de Reforma impulsadas por Benito Juárez. Sin embargo, su misticismo seguía arraigado en la población, lo que le permitió conservar gran poder. No obstante, enfrentó una constante pérdida de feligreses con la llegada de iglesias protestantes y la división posterior a la Guerra Cristera, cuando surgieron nuevas iglesias mexicanas.

La política siempre ha sido la misma: a veces de derecha, a veces de izquierda y, en pocas ocasiones, de centro. Su fuerza ha sido inmutable. Incluso ahora permanece, aunque los poderes de facto son otros.

El ascenso de los grupos criminales, traficantes de estupefacientes, fue creciendo durante la llamada época priista. Los primeros indicios aparecen durante los sexenios de Díaz Ordaz y Echeverría, que se podrían considerar poco permisivos, aunque nunca vieron a estos grupos como una amenaza fuerte contra el Estado. En la época de López Portillo, comenzaron los grandes sobornos, cuando funcionarios de Seguridad Pública y Gobernación se vieron involucrados con el crecimiento desmedido de los cárteles, primero colombianos y luego mexicanos. Los cañonazos de millones de pesos retumbaron en los salones de la política. No solamente en materia de seguridad, también los altos mandos, incluyendo presidentes, comenzaron a pactar.

Se dice que cada presidente tuvo un cártel favorito y perseguía a los otros. Aun así, no había una subordinación total, sino que empezó a forjarse una sociedad. Por ese entonces, la ambigüedad del gobierno —que por un lado capturaba capos y desmembraba cárteles y por otro recibía sobornos— empezó a enfurecer a nuestros socios del norte, quienes recibían los embarques finales de estupefacientes.

Con la llegada de la 4T al poder, se dio un cambio radical. Al recibir apoyo en campaña por parte del crimen organizado, los políticos quedaron totalmente subordinados a los cárteles. Estos deben haber celebrado esto como una jugada maestra: los políticos habían vendido su alma. Las elecciones no solo tuvieron irregularidades clásicas, sino que comenzaron a aparecer operativos armados. Se liquidó a candidatos que no se doblegaron o no convenían al cártel en cuestión. Hubo amenazas a la población para votar según lo indicado por estos enemigos públicos. Incluso se robaron urnas o se cerraron casillas a punta de pistola.

Ya en el poder, si un político fallaba en sus promesas, era liquidado. Se sabe de varios alcaldes, síndicos y diputados asesinados, sin duda por estos grupos criminales.

Los que sí cumplieron sus promesas ahí están: creando condiciones permisivas para su operación e incluso para ingresar en la economía formal. Tomaron el control de negocios que antes no les interesaban: limón, madera, aguacate, huevo, pollo, carne, minerales… Todos han sido intervenidos en sus cadenas productivas por estos grupos, que además siguen con sus negocios turbios de siempre: tráfico de estupefacientes, laboratorios clandestinos, trata de personas, secuestro, extorsión, etc. Como hemos descubierto recientemente, para la producción de soldados (carne de cañón), crearon campos de entrenamiento y exterminio donde reclutaron jóvenes que, por voluntad, desesperación, engaños o secuestro, cayeron en sus garras para convertirse en soldados de un ejército que parece imparable.

A la par, solapadas por el gobierno, las instituciones bancarias que fungieron como financieras del tránsito y lavado de dinero están empezando a quedar al descubierto. La nueva administración norteamericana —que, como hemos visto, no tiene el tacto ni la diplomacia habitual— va directamente sobre estos flujos de dinero y con ello ha dejado expuesto el primer eslabón de esta cadena de poder que nos lleva a declarar —algunos dirán que este monero es un tanto radical— que los poderes de facto en nuestra nación quedan entre estos tres sectores: el crimen organizado, el gobierno morenista y los grupos financieros que, aparentemente ocultos, trabajan para ambos.

El golpe de los servicios de inteligencia norteamericanos es directo y contundente, y deja exhibidos a los tres poderes. A la mafia le importa poco; los banqueros podrían encogerse de hombros. Pero, desgraciadamente, algunos están directamente involucrados en la política. El más famoso: Alfonso Romo, quien fue designado funcionario durante el mandato del presidente Pejelagarto y hoy está siendo investigado por el grupo financiero del que forma parte por lavado de dinero.

Esta es la realidad en este momento. Usted, querido lector, me dará la razón: la Iglesia y el Ejército, por lo pronto, no detentan ningún poder. Quienes toman las decisiones en este país están en estos tres sectores.

Todos sabemos que, cayendo uno, caerán los tres. Pero no es fácil derrocarlos: para ellos, la unión hace la fuerza. Tal vez —y digo solo tal vez— si el pueblo mexicano toma conciencia del peligro en que se encuentra y derroca al gobierno en las urnas, exigiendo un nuevo gobierno limpio que enfrente la corrupción y el crimen como debe ser, tal vez podamos derrocar a los tres.

Pero es un sueño… qué digo un sueño, una pesadilla. Muy lejana. Muy difícil de alcanzar.

¡Pobre México! Que Dios nos ampare.