Cuando pensamos en monstruos, solemos imaginar criaturas grotescas, deformes, salidas de las pesadillas más oscuras. Sin embargo, Franz Kafka nos enseñó que el verdadero horror no siempre tiene colmillos ni garras. A veces, el monstruo es la burocracia impersonal, el absurdo existencial o incluso uno mismo. Y ese descubrimiento ha dejado una huella indeleble en la literatura de terror y en lo fantástico moderno.
La metamorfosis (1915), su obra más conocida, no sólo nos presenta a Gregor Samsa transformado en un insecto gigante, sino que lo hace sin explicaciones, sin lógica, sin escapatoria. Ese sinsentido es precisamente lo que provoca angustia. Kafka no necesita describir con detalle al monstruo. Su verdadero logro es que nos hace sentir la monstruosidad desde adentro, como una condición existencial.
En el universo kafkiano, los monstruos no siempre se ven: se sienten. Están en la deshumanización del individuo, en el peso invisible de las instituciones, en la culpa inexplicable que arrastran sus personajes. Kafka inaugura así una forma de terror psicológico y simbólico que ha sido recogida por autores como Shirley Jackson, Thomas Ligotti y, más recientemente, por el cine de David Lynch o series como Black Mirror.
La influencia de Kafka en lo fantástico es igualmente profunda. En sus relatos, lo imposible irrumpe sin necesidad de justificación, y lo cotidiano se vuelve extrañamente inquietante. Ese cruce entre la lógica absurda y lo irreal genera un efecto de extrañamiento que sigue inspirando a escritores y cineastas que prefieren sugerir antes que mostrar.
Franz Kafka no escribió cuentos de terror en el sentido clásico. Pero sus monstruos, invisibles o transformados, siguen generando pesadillas porque no habitan en castillos lejanos ni en mundos fantásticos: viven entre nosotros. O peor aún, dentro de nosotros.