Entrada la noche, cuando todos ya descansan, una mujer de no más de uno cincuenta de estatura, con los ojos perdidos entre las arrugas que le ha traído el tiempo y un amargo rictus en la boca que se ha convertido en parte permanente de su rostro, camina por la casa. Sus sandalias suenan suavemente, un ruido reconfortante para quienes alcanzan a escucharla. La casa aún no está terminada, a pesar de que su esposo es “maIstro”, y sus hijos le han aprendido el oficio. Dos de ellos han trabajado como chalanes y el tercero no, porque ese estudió y se fue a la capital. Hasta su hija sabe de colados y tabiques, pero nunca hay suficiente dinero para lo necesario cuando todo es urgente.
Ella, la madre de 56 años, llega hasta la entrada de la casa, corre el pasador de la puerta metálica —que ya presenta algunas huellas de óxido— y se detiene un momento frente a su pequeño altar, el cual rebasa apenas la altura de su cabeza. Ahí, una descolorida Virgen de Guadalupe, desde su cielo estrellado, parece invitarla a bajar la cabeza en resignación.
En el marco de dicha imagen hay una foto: la de un joven delgado, moreno, con el corte de pelo casi al ras y los ojos grandes. Sus mejillas hundidas son el innegable legado de su padre. Es Manuel, el segundo de sus hijos varones y tercero en la línea de sucesión. La foto se curva un poco, vestigio de la humedad y el tiempo. Lleva ahí tres años. Y su madre, doña Lolita, como cada noche, revisa que la veladora esté prendida y que todos los elementos —foto, imagen, flores de plástico, etc.— sigan en su lugar. A eso le llama ella tener fe.
Su hijo Manuel desapareció. Y ella ha vivido una odisea y media tratando de encontrarlo. Ha seguido la ruta conocida por decenas de madres buscadoras: ha hecho las 12 estaciones de su calvario visitando oficinas de gobierno, se ha sumado a un colectivo, ha participado en marchas y, por supuesto, ha recorrido incansablemente terrenos donde se sospecha que podrían estar enterrados restos humanos. Para ella, encontrar a cualquiera, aunque no sea su hijo, es como encontrar a su Manuel un poquito. Mantiene la fe en silencio, con su gesto adusto, resistiendo los embates del sol infame de esta moderna Mesoamérica.

No hay final. No hay resignación. Solo prevalecen la fe y la voluntad de continuar, a pesar de las amenazas de quienes perpetran los crímenes que la llevaron a esta errante vigilia. A pesar también de autoridades hipócritas, incapaces e indolentes, que presumen ante el público otros datos de sus supuestas investigaciones, mientras a estas damas de hierro las tapizan con pretextos: falta de fondos, de voluntad, de aprobación de los jefes, etc.
Los recientes descubrimientos en los municipios jaliscienses de Teocaltiche y Teuchitlán han resonado dolorosamente en la aletargada conciencia de nuestro país. Pero pareciera que habláramos de una película impresionante pero lejana. “Eso pasó muy lejos”, pensamos. “No son mis hijos los que entraron y nunca salieron de esos campos de exterminio.” Por eso seguimos en nuestra entumida y balbuceante mansedumbre, como cada día ante las noticias cruentas que ya parecen obligatorias.
Vaya, ni siquiera conmueve a esta nación el hecho de que estas cazadoras de huesos sufran atentados. Ni siquiera se nos da pensar en ellas en el Día de las Madres. Porque claro: estamos festejando.
Ellas marchan. Ellas caminan. En una patria cuyo suelo se vuelve cada vez más yermo con tanto hueso enterrado, donde el pueblo sufre la indolencia de ciudadanos callados y se conforma con dádivas del “bienestar” de un gobierno inepto y hasta cómplice.
Ellas marchan sobre los huesos… hasta encontrarlos.
Este monero, humildemente, les dedica este cartón, e invita a los lectores a estar más conscientes y a decidirse también a moverse. Las ideas, las palabras, las críticas deben escucharse. Los votos deben impulsarse con una conciencia más activa.
No olvidemos. Todos los días debemos recordar a nuestros desaparecidos y a las madres que, con valor y entereza, pican el suelo… y buscan, y buscan.