Para muchos, el encuentro entre el Atlético de San Luis y los Tuzos del Pachuca, correspondiente a la jornada 17 del Clausura 2025, era un mero trámite, una excusa para disfrutar de una cerveza en el estadio o cumplir con la habitual visita al fútbol. Sin embargo, en medio de la multitud experimentada, una pequeña vivía una noche que trascendía lo ordinario: su primer encuentro con el rugido del Alfonso Lastras Ramírez, el escenario de las pasiones que tanto escuchaba debatir a los adultos.
El Atlético de San Luis, un equipo que en esta temporada ha sembrado más desilusiones que alegrías entre sus seguidores habituales, paradójicamente se convertía en el vehículo de una ilusión pura. Para esta niña, la noticia de asistir al estadio donde jugaba ese San Luis del que tanto se hablaba en casa era un sueño largamente esperado.
Al cruzar los umbrales del coloso de “Valle Dorado”, la atmósfera era un crisol de emociones. Para los veteranos, una noche más de alegrías o frustraciones; para la recién llegada, una mezcla embriagadora de emoción y un ligero temor, esa peculiar combinación que solo la inocencia infantil puede conjugar.
Mientras los equipos saltaban a calentar, los aplausos resonaban. Los conocedores ofrecían su tradicional bienvenida, mientras que la pequeña, con la curiosidad a flor de piel, dedicaba su atención a la búsqueda del señor con las “botanas futboleras”.
El silbatazo inicial del árbitro marcó el comienzo del partido en la cancha, pero en la grada, la prioridad era encontrar al vendedor de refrescos para calmar la incipiente sed de la novel espectadora. El primer tiempo transcurrió sin grandes emociones en el terreno de juego, un empate sin goles que dejó un sabor neutro. En la tribuna, un agua fresca y unas palomitas lograron apaciguar la efervescencia inicial de la niña y sus acompañantes.
El segundo tiempo desató la vorágine de los goles, esos que se celebran con el alma, con saltos y gritos liberadores. La porra del “San Luis, San Luis” se hizo sentir con fuerza, contagiando a la pequeña, quien por primera vez se sintió parte de esa masa apasionada de aficionados de hueso colorado. Un solitario gol del equipo local bastó para que los colores rojiblancos y auriazules comenzaran a arraigarse en su joven corazón.
Sin embargo, la alegría fue efímera. Diez minutos después, el empate del Pachuca sumió al estadio en un silencio palpable. La niña observó con asombro la repentina mudez, la ausencia de gritos de celebración, de vasos de cerveza alzados, de abrazos espontáneos. En ese breve lapso, experimentó también la punzada amarga de un gol en contra.
Cuando el encuentro agonizaba, el Atlético San Luis encontró la red nuevamente. El rugido regresó a las gradas, los aplausos se multiplicaron, y los vasos de cerveza volvieron a danzar en el aire. Para la pequeña, este gol tenía un sabor especial, un sabor a gloria que instantáneamente borró la reciente sensación de desazón.
El pitido final selló la victoria del Atlético San Luis, un triunfo agridulce que no fue suficiente para clasificar a la liguilla. Para los aficionados de antaño, la frustración era evidente. Pero para la niña, eso era secundario. Ella, en compañía de su padre y abuelo, había ganado algo mucho más valioso: una paleta de emociones vívidas en tan solo 90 minutos. Experimentó la euforia, la tristeza fugaz y la explosiva alegría. Descubrió nuevos sabores, conoció el aroma particular del Estadio Alfonso Lastras Ramírez y, sobre todo, atesoró una emoción imborrable. En su corta experiencia, comprendió, finalmente, aquello que los adultos llaman, con tanta pasión, “fútbol”.