San Luis Potosí, lunes 5 de mayo de 2025.– En la caseta ocho del Mercado Hidalgo, el aroma del mole y del asado de boda, las rajas, el picadillo y demás alimentos no solo abre el apetito: también despierta la memoria. Ahí está Juana Cabrera Rodríguez, de 76 años, rodeada de ollas, vapor y nostalgia. Hoy recibió un reconocimiento por más de tres décadas de trabajo, pero su verdadera recompensa —dice— está en ver a sus hijos convertidos en profesionistas y a sus clientes transformados en familia.
—Trabajo es trabajo, ¿sí o no? —dice doña Juana con ese tono directo y afable que la caracteriza.
Llegó al mercado a los 42 años, dejando atrás a sus cuatro hijos en la Ciudad de México y apostando su vida entera a un pequeño negocio de comida. Lo hizo sola, con la maleta llena de recetas, fe y ganas de salir adelante.
—Lo más duro fue dejar a mis hijos chiquitos —recuerda, mientras se le humedecen los ojos.
Su hijo menor, entonces un adolescente, la despidió en la antigua central camionera con el uniforme blanco de la secundaria y lágrimas en las mejillas.
—Todavía duele —confiesa—, pero yo sabía que tenía que venir a San Luis. Tenía que irme bien.
Y le fue bien. Muy bien. Contra todo pronóstico, levantó una fonda con sus propias manos, ayudada por sus hermanos y hermanas potosinos.
—¿Que si me ayudaban a lavar la parrilla? A pintar, a poner el negocio. Ahí estaban todos.
No solo construyó una cocina: también levantó una historia de orgullo, entrega y amor de madre.
Su cocina pronto se convirtió en punto de reunión de cadetes, trabajadores, altos mandos de la Policía Federal e incluso visitantes distinguidos.
—Los cadetes me decían “tía”, y así me quedé —dice riendo—. A los mayores de respeto les dicen “tía” en Veracruz y Oaxaca. Y aquí también, ahora.
La fama de su sazón traspasó generaciones.
—Desde la generación 42 de la Federal hasta ahora, todavía vienen —asegura.
En sus mesas alguna vez se sentó el mismísimo gobernador Silva Nieto.
—Me dijeron: “Usted viene de México, ha de saber muchas cosas. ¿Qué puede ofrecernos?” Y les cociné sin cobrar un peso, a cambio de una sola cosa: que me trajeran hasta el granito de sal. “Yo dinero no manejo” —dijo entonces, y todavía lo repite.
Hoy, su hija es quien toma la batuta en la cocina.
—Ya me superó, el mole le queda mejor que a mí —admite con orgullo.
Pero el corazón del negocio sigue siendo doña Juana. Su fonda se llama El Capricho de la Tía, nombre que nació de una broma familiar, pero que terminó definiendo todo un legado.
—Me aventé como el Borras, sin dinero, pero con decisión —recuerda entre risas—. El negocio, la casa en La Libertad, todo lo logré con este trabajo.
Los domingos son los días más pesados, pero también los más gratificantes. Porque ahí, entre las mesas llenas y las voces que la llaman “tía”, se cocina no solo comida, sino la memoria viva del mercado.
—Que vengan cuando gusten —dice con la sonrisa que solo tienen quienes han batallado y vencido—. Aquí los recibimos como en casa. Porque aquí, todo se hace con cariño.