5 de mayo de 2024

Error: verdad o debido proceso; Encinas sobrepolitizó Ayotzinapa

Carlos Ramirez

En enero 1983, ocho periodistas fueron asesinados en la comunidad de Uchuraccay, Ayacucho, Perú, y los señalamientos involucraban como responsables a las fuerzas de seguridad en una de las fases de autoritarismo represivo del Estado. El escritor Mario Vargas Llosa fue designado al frente de una comisión civil investigadora y sus conclusiones confirmaron la confusión por parte de la población, aunque el tema se politizó tanto que culparon a la Comisión de esconder la represión.

Las comisiones de la verdad confunden los escenarios de los hechos; el procurador peñista Jesús Murillo Karam permitió que el concepto de verdad histórica quedará en el subconsciente colectivo y no se privilegiara la verdad jurídica. La comisión de la verdad formada por el gobierno actual partió de un principio equivocado: encontrar raíces y razones políticas, sociales y de poder en un suceso que tenía derivaciones políticas inevitables.

La designación de Alejandro Encinas Rodríguez como encargado de la comisión por su cargo oficial de subsecretario de Derechos Humanos fue también otro error estratégico porque puso al cargo de una investigación de enorme sensibilidad social y política a quien tenía cargas emocionales, políticas e ideológicas contra uno de los sectores presuntamente involucrados en la detención, arresto y entrega de 43 estudiantes normalistas –el Ejército– al grupo criminal Guerreros Unidos, con el involucramiento de autoridades municipales y estatales del PRD en el cual militaba entonces el senador Encinas.

Una comisión de la verdad tiene como sentido original la indagación de las razones sociopolíticas detrás de algún suceso criminal, pero sin que necesariamente cumpla con los requisitos procesales, de validación de pruebas y sobre todo del derecho a la defensa de los presuntos inculpados. En este contexto, el funcionamiento de las comisiones de la verdad representa un juicio político y no procesal, es decir, de responsabilidades interpretadas por intereses de las víctimas y no por el resultado de la investigación pericial que puede concluir con la falta de pruebas para indiciar a los presuntos señalados.

Las conclusiones políticas de indagaciones periciales tuvieron que concluir de manera inevitable en resultados políticos que comienzan a ser cuestionados por falta de fundamentación jurídica, aunque las evidencias públicas no procesales pudieran inclusive haber sentenciado presuntas responsabilidades.

Una Fiscalía especial, en cambio, debería someterse a las reglas de los procedimientos penales que no siempre satisfacen las demandas de castigo que se gritan en las calles y de manera obligada un organismo judicial tendría que deslindarse de la gritería popular que ya condenó al Ejército, como institución, como la responsable directa de las motivaciones que condujeron a la detención irregular de los estudiantes y su entrega a un grupo criminal para su asesinato y desaparición de restos.

El manejo confuso de evidencias judiciales por parte de una comisión sociopolítica que debía responder a las exigencias de los padres de los estudiantes condujo a uno de los errores más comunes en este tipo de investigaciones no periciales: el manoseo, la manipulación y la equivocada interpretación política de hechos que debían haber pasado por el filtro procesal para poder adquirir la validación de pruebas judiciales.

A lo mejor hoy no importa saber quién filtró a una periodista la información testada –ocultada– ni las razones que ella tuvo para darlas a conocer en bruto, cayendo en el dilema que planteó Jorge G. Castañeda: optar entre el daño a las familiares de las víctimas o el bien político para el país, aunque se trataría de una decisión política planteada por la forma en la que el subsecretario Encinas ha estado manoseando la investigación. En términos de procedimientos judiciales no existen estos dilemas porque se investiga un suceso delictivo, se acopian las pruebas y se les presentan a un juez para su valoración en la aprobación o no de órdenes de aprehensión.

Lo que viene después de la ruptura del debido proceso por la politización de la investigación que hizo Encinas, la filtración de pruebas sin validación jurídica y la interpretación de los resultados condenará la actual y siguiente fase de la investigación del caso Ayotzinapa a una pérdida de credibilidad que afectará a los familiares de las víctimas, sin que se logre una conclusión judicial de la investigación.

El error de origen en el caso Ayotzinapa fue la decisión de darle prioridad a una comisión de la verdad de tinte político y social y no fortalecer una Fiscalía específica para una investigación pericial basada en el debido proceso judicial.

En enero 1983, ocho periodistas fueron asesinados en la comunidad de Uchuraccay, Ayacucho, Perú, y los señalamientos involucraban como responsables a las fuerzas de seguridad en una de las fases de autoritarismo represivo del Estado. El escritor Mario Vargas Llosa fue designado al frente de una comisión civil investigadora y sus conclusiones confirmaron la confusión por parte de la población, aunque el tema se politizó tanto que culparon a la Comisión de esconder la represión.

Las comisiones de la verdad confunden los escenarios de los hechos; el procurador peñista Jesús Murillo Karam permitió que el concepto de verdad histórica quedará en el subconsciente colectivo y no se privilegiara la verdad jurídica. La comisión de la verdad formada por el gobierno actual partió de un principio equivocado: encontrar raíces y razones políticas, sociales y de poder en un suceso que tenía derivaciones políticas inevitables.

La designación de Alejandro Encinas Rodríguez como encargado de la comisión por su cargo oficial de subsecretario de Derechos Humanos fue también otro error estratégico porque puso al cargo de una investigación de enorme sensibilidad social y política a quien tenía cargas emocionales, políticas e ideológicas contra uno de los sectores presuntamente involucrados en la detención, arresto y entrega de 43 estudiantes normalistas –el Ejército– al grupo criminal Guerreros Unidos, con el involucramiento de autoridades municipales y estatales del PRD en el cual militaba entonces el senador Encinas.

Una comisión de la verdad tiene como sentido original la indagación de las razones sociopolíticas detrás de algún suceso criminal, pero sin que necesariamente cumpla con los requisitos procesales, de validación de pruebas y sobre todo del derecho a la defensa de los presuntos inculpados. En este contexto, el funcionamiento de las comisiones de la verdad representa un juicio político y no procesal, es decir, de responsabilidades interpretadas por intereses de las víctimas y no por el resultado de la investigación pericial que puede concluir con la falta de pruebas para indiciar a los presuntos señalados.

Las conclusiones políticas de indagaciones periciales tuvieron que concluir de manera inevitable en resultados políticos que comienzan a ser cuestionados por falta de fundamentación jurídica, aunque las evidencias públicas no procesales pudieran inclusive haber sentenciado presuntas responsabilidades.

Una Fiscalía especial, en cambio, debería someterse a las reglas de los procedimientos penales que no siempre satisfacen las demandas de castigo que se gritan en las calles y de manera obligada un organismo judicial tendría que deslindarse de la gritería popular que ya condenó al Ejército, como institución, como la responsable directa de las motivaciones que condujeron a la detención irregular de los estudiantes y su entrega a un grupo criminal para su asesinato y desaparición de restos.

El manejo confuso de evidencias judiciales por parte de una comisión sociopolítica que debía responder a las exigencias de los padres de los estudiantes condujo a uno de los errores más comunes en este tipo de investigaciones no periciales: el manoseo, la manipulación y la equivocada interpretación política de hechos que debían haber pasado por el filtro procesal para poder adquirir la validación de pruebas judiciales.

A lo mejor hoy no importa saber quién filtró a una periodista la información testada –ocultada– ni las razones que ella tuvo para darlas a conocer en bruto, cayendo en el dilema que planteó Jorge G. Castañeda: optar entre el daño a las familiares de las víctimas o el bien político para el país, aunque se trataría de una decisión política planteada por la forma en la que el subsecretario Encinas ha estado manoseando la investigación. En términos de procedimientos judiciales no existen estos dilemas porque se investiga un suceso delictivo, se acopian las pruebas y se les presentan a un juez para su valoración en la aprobación o no de órdenes de aprehensión.

Lo que viene después de la ruptura del debido proceso por la politización de la investigación que hizo Encinas, la filtración de pruebas sin validación jurídica y la interpretación de los resultados condenará la actual y siguiente fase de la investigación del caso Ayotzinapa a una pérdida de credibilidad que afectará a los familiares de las víctimas, sin que se logre una conclusión judicial de la investigación.

De la pluma de Carlos Ramirez

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